LA GUERRA DE SHUA TZU I


La Guerra de Shua Tzu I,
 campo de minas cuántico



Comarcas movedizas, mínimas, latiendo en las facetas de un rubí.

Ángel Zapata, Materia oscura


El arte de la guerra se basa en el engaño. Por lo tanto, cuando es capaz de atacar, ha de aparentar incapacidad; cuando las tropas se mueven, aparentar inactividad. Si está cerca del enemigo, ha de hacerle creer que está lejos; si está lejos, aparentar que se está cerca. Poner cebos para atraer al enemigo.[…] Como regla general, es mejor conservar a un enemigo intacto que destruirlo […] Por esto, los que consiguen que se rindan impotentes los ejércitos ajenos sin luchar son los mejores maestros del Arte de la Guerra.

Shun Tzu, El arte de la guerra


Cuando los jugadores se hayan ido,
cuando el tiempo los haya consumido,
ciertamente no habrá cesado el rito.

En el Oriente se encendió esta guerra
cuyo anfiteatro es hoy toda la Tierra.
Como el otro, este juego es infinito.

J. L. Borges, Ajedrez


ESTE LIBRO TE NECESITA, reclama la portada como pasquín de reclutamiento, señalándote. Porque dos no discuten si uno no quiere. Y la guerra, que no es sino la discusión sostenida por otros medios, necesita enemigos. Aliados. Así en la lectura se necesita gente al frente, confrontada. Lectores valientes –que diría un compatriota– capaces de soportar lo incompleto, ese callar a tiempo de la minificción: gotas de agua que al caer sobre el yunque del tiempo se evaporan.


Por ahí, dicen algunos, en sus vanos y condensaciones, en la intensidad del lenguaje volcado hacia sus mimbres, es por donde colinda el microrrelato con la poesía




Generala del ‘cuéntico’, rica en ardides, Ana María Shua ajusta su mirilla de cañón de circo para darle un corrosivo e irónico repaso a las empecinadas luchas, más o menos legendarias, del hombre contra el sapiens (y lo que caiga). Guerreros, armas, estrategias, el arte mismo de Sun Tzu son pasados a cuchillo y cribados en textos de apenas 25 líneas que sirven de burla y escarmiento al esmerado absurdo (saña e inteligencia) del ser humano por quitarse de en medio.

De Troya a los refinados perros antitanque o los murciélagos bomba, de la ejemplaridad del Cid al Barón Rojo (favorito de los fabricantes de aeroplanos); Juana de Arco -que pudo haber sido una mujer tan cuerda como cualquier hombre-, los fantasmas de terracota, el eco de los actos heroicos por las Termópilas. Y también el tesón y el sacrificio de los inútiles, los portaaviones de hielo y los fukuryu, reversos submarinos del kamikaze; la carne de cañón de los emús, elefantes y bacterias, los extraterrestres tácticamente agazapados, tomando notas, y hormigas bengalíes arrepentidas de suturar los intestinos de tus antepasados. Auténticos crímenes ejemplares.


Microcuentos, narrativa cuántica, minificción…, casi cada cual tiene su nombre de pila para este tipo de textos. Cuénticos, que dijo aquel, narraciones que empiezan pronto y se acaban enseguida. La guerra es el sexto libro de ‘cuentos brevísimos’ de Ana María Shua (Buenos Aires, 1951). Así los llamaba ella al principio, cuando comenzaba en el oficio enviándolos a concursos de revista. Hoy, el término más común para esta narrativa en nuestra lengua suele ser microrrelato. Y la argentina, reconocida matriarca del género.

Si bien el nombre es lo de menos, así como su extensión dentro de lo breve, entendámonos, aunque en general es de una página; recordemos aquí aquellas palabras de José María Merino: el microcuento más largo y el cuento más corto tienen la misma extensión, lo que suele confundir a los especialistas–, y porque lo relevante son los aspectos cualitativos de esta escritura, ciertas coordenadas ayudan a ubicarse en este moderno terreno de juego narrativo. La propia Ana María ha acuñado una rosa de los vientos para orientar el microrrelato entre sus especies afines:

«al norte, el poema en prosa; al sur, el chiste; al este, el cuento corto; al oeste, el vasto país de los aforismos, reflexiones, sentencias morales».

Más allá de linajes y analogías, todas aquellas etiquetas hacen referencia a textos en prosa de breves dimensiones que cuentan necesariamente una historia, aunque su acción carezca de desarrollo o sea mínima. [Dicho esto, y mirando la brújula, el primer texto espigado más arriba apuntaría al norte; ya volveremos sobre ello en segunda la toma].  O sea, muy cortos y que cuenten algo. Y flanqueando esa semilla, la lista de los reyes godos de su sustrato: comienzos in medias res, finales reveladores, esquematismo espacial, condensación temporal, personajes de perfil, fragmentación, lenguaje connotativo, simbolismo metafórico y vacíos de información a cubrir por el persuadido, y cómplice (este libro te necesita), lector. [Servidos uno a uno por página, el efecto único del que hablaba Poe se refuerza en la compre(n)sión de la mirada, y el verbo se hace carne: impresión única].


El leonés Juan Pedro Aparicio considera que la naturaleza del microrrelato es intrínsecamente elíptica, un arte de lo indirecto que fía al lector una madeja para que tire del hilo y ponga a bailar la peonza: no exactamente una adivinanza, pero casi (se escora al suroeste la aguja imantada). Cristina Cerrada abunda en esta magia de la omisión ilustrándola con su ‘teoría del agujero del donut’: dibujemos un círculo vacío alrededor del tema que pretendemos abordar –y de su nombre–, y movámonos por los alrededores. No traspasemos nunca ese círculo. Contemos lo que sucede alrededor. Las consecuencias de su existencia. Los rastros que deja tras de sí.


Fruto de esa concisión, de esa economía narrativa al servicio de la intensidad y el asombro, el microrrelato obliga a veces a diagnosticar por micras, por muy leves síntomas del lenguaje: el uso de éste aspira a la precisión quirúrgica y una sola palabra, una inflexión de voz, un silencio pueden ser la resonancia clave.[1]  Tiende a la poesía pero es otra cosa. Nuestra autora, Ana María Shua, reconociendo que vaya uno a saber cómo se escribe un cuento, sobre todo el próximo y consciente de que a toro pasado es relativamente fácil remontar el río hasta racionalizar las intuiciones que explicarían la filosofía de la composición del texto ya escrito, también considera la oblicuidad piedra de toque del artefacto: las minificciones son como translúcidos fantasmas de sentido, si se las mira de frente desaparecen, hay que aprender a atrapar desde una mirada atenta y distraída al mismo tiempo su significado siempre evanescente.


La organización monográfica de las colecciones de microrrelatos es algo habitual, casi un rasgo del género. La propia Shua sería buena muestra, con títulos ya orientativos de la temática como La sueñera, Casa de geishas, Botánica del caos o Temporada de fantasmas [todos ellos recopilados en Cazadores de Letras. Minificción reunida (2009)]. Por otro lado, en su quinto libro de microrrelatos, Fenómenos de circo (2011), Shua se aproximó a esa unidad temática de lo circense valiéndose además de un método de trabajo documentalista, es decir, rastreando en fuentes fidedignas sucesos o personajes reales a partir de los cuales perfilar sus miniaturas. La propia autora reconoce que hasta ese libro no había trabajado a conciencia la documentación previa, e incluso remarca: la imaginación es limitada; la realidad, en cambio, es infinita.



En Fenómenos de circo ese trasfondo histórico llegaba a sustanciarse con un glosario al final del libro: DATOS FECHACIENTES Y COMPROBABLES DE ALGUNOS PERSONAS REALES Y/O FAMOSAS MENCIONADAS EN ESTE LIBRO. Así, aunque no fuese estrictamente necesario para el disfrute de las minificciones, el lector podía consultar esbozos biográficos de Bufallo Bill, los Sarrasani, Houdini, Phineas Taylor Barnum, Tod Browning o el hombre-árbol Dedé Koswara, entre otros; en realidad, más que complemento historiográfico serían una bola extra: su calculado enfoque y precisión resolutiva los hace funcionar como microrrelatos autónomos. 

En La guerra no se adjunta ningún catálogo de héroes o batallas, pero ya desde el ‘prólogo’ se trasluce este modus operandi. Allí se nos apunta el auge lector entre los soldados de la Gran Guerra, las colosales levas de libros que están movilizando al frente las potencias en conflicto. Ubicados en esa época y a través del tópico del manuscrito encontrado, se nos dice que uno de esos volúmenes que circula entre trincheras es precisamente el que tenemos entre manos, La guerra. Se cita también La guerra de los mundos para contextualizar de alguna manera, dentro del espíritu de la época, el extrañamiento que surgiría de la aparente fantasía de algunos textos que postulan guerras futuras o enemigos alienígenas. La idea más descabellada es, sin duda asegura el narrador del prólogo desde la segunda década de 1900, la de una supuesta «Segunda Guerra Mundial».


Un soldado británico lee tumbado en el frente antes de que comience la batalla de Ypres, en 1917, Imperial War Museum

 Acotando un tema -en este caso todo lo que abarca el radar léxico de guerra-, Ana María Shua minia un bestiario de fábulas bufas y trágicas parábolas de la civilización basadas en hechos reales. Vadeando andan estas historias aquella recomendación del exquisito paisano de Babia Pablo Andrés Escapa (reciente Premio de la Crítica de CyL con su Fábrica de prodigios): nunca debiera la fábula derivar en un acta notarial de la realidad.




No obstante, ese sustrato histórico que en ocasiones puede oscilar hacia lo legendario y lo mítico sin solución de continuidad suele quedar desbordado con la fantasía descarnada que imprime el plano inclinado de las voces narrativas: digamos que si la anécdota o el argumento del relato se mueve en el plano de la realidad convencional, documentalmente contrastada, es en la voz del narrador donde se larva la imaginación más aberrante creo que fue a Pereira a quien le oí aquello de que un cuento es la ficción de una voz. Lo fantástico es, por momentos, la terca ironía de la Historia. Focalizada la fuerza en el final, la frase que resuelve resalta el clímax desgranando redondas y jugosas paradojas. En palabras de la propia Ana María: porque la revelación que contienen es la puesta en evidencia del misterio, y no su resolución.





Este último libro de Shua se divide en cuatro partes: El arte de la guerra, Guerreros, Armas y Estrategias. En su decálogo del escritor, Augusto Monterroso sentencia: Aunque no lo parezca, escribir es un arte; ser escritor es ser un artista, como el artista del trapecio, o el luchador por antonomasia, que es el que lucha con el lenguaje; para esta lucha ejercítate de día y de noche. A Sun Tzu, supuesto general y filósofo de la antigua China, se le atribuye el primer tratado de estrategia militar, cuyo eslogan sería: Todo el Arte de la Guerra se basa en el engaño. El supremo Arte de la Guerra es someter al enemigo sin luchar. Ana María mimetiza esas consignas: engañar, sorprender, reducir. Así la seducción de esta escritura de Shua Tzu, jíbara de la pampa, una malla de cotas narrativas y cotos de caza en miniatura con narradores y personajes desbordados a caballo entre el apunte histórico, el épico disparate y la justicia poética de una imaginación armada hasta los dientes de recursos. 


Campo de minas cuántico, pólvora de minio, en algún lugar de La guerra Lisístrata llora. Aristófanes pasea por el callejón del gato: en el campo de batalla todos los médicos son veterinarios.

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Para producirlas, se toma una piedrecita, se la talla y se la pule hasta obtener una joya. Como el material del que se parte es pequeño y frágil, es posible que se rompa en el proceso y se hace necesario volver a empezar. 

Ana María Shua



[1] La elocuencia de la contención: en la trepidante película 1917 hay una secuencia –más o menos a mitad de metraje, tras la bajada del héroe a los infiernos y mientras huye entre las ruinas de un pueblecito francés devastado– que amortigua la velocidad de crucero del relato y resume los desastres de la guerra en un diálogo de poco más que monosílabos: el protagonista se cuela escapando de las balas en un bajo tapiado; lo inspecciona y halla a una mujer francesa con la que apenas se entiende, lo justo para saber que no corre peligro y recuperar el aliento; paredes desconchadas, una silla, un jergón en el suelo junto al hogar, un armario, una mesilla  y un quinqué. El soldado se sienta. Ella le acerca un paño a la herida en la cabeza. Al poco, un llanto nos descubre que había alguien más en el cuarto: la mujer recoge cariñosamente al bebé de la cuna improvisada en un cajón abierto. Con la criatura en brazos …Mi pequeña... se acomoda en la cama, el soldado se acerca…

ÉL: ¿Es una niña?
ELLA: Si, una niña.

ÉL: ¿Cómo se llama?
ELLA: No lo sé.

ÉL: ¿Quién es su madre?


ELLA: No lo sé.

Desabrochando el petate, el soldado le dice que tiene algo de comida y va esparciendo víveres sobre el jergón, junto al bebé. Ella lo mira en silencio y al cabo dice

ELLA: Eso no lo come. Necesita leche.
ÉL: Leche…

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